Hacía mucho frío al descender del automotor que me había trasladado desde San Bernardo a San Fernando, ciudad que recordaba con especial fascinación, con mucho afecto, con cariño por haber estado ahí desde muy niño. Desde los siete a los catorce años estudié en el Liceo de Hombres de la ciudad ubicado en la calle Argomedo frente a la Plaza de Armas.
La estación se había convertido en un paradero de trenes, siendo el único funcionario a la vista el Movilizador de la Cabina Norte que enfrenta la Avenida Manuel Rodríguez la más importante de la ciudad. Todos los servicios habían desaparecido. Miraba a todos lados por si encontraba algo conocido. El patio de trenes con sus vías vacías, enmohecidas y yo ahí de pié en medio de uno de los andenes, recordándo nombres que fueron mis colegas, compañeros y amigos: ¿ qué será del Mono Barrera, Lizana, Aceituno, del boletero Arellano, de Spronlhe y del Jefe de Estación, el señor Nilo y de tantos otros que se esfumaron y que pasaron a formar parte del pasdo de ferrocarriles. Casi no podía creerlo. La Bodega de Carga no existía. Solo un viejo y deteriorado coche. E.S. que alguna vez perteneció al servicio de Señales, desrielado contiguo a los talleres que albergaban los autocarriles. Todo es una ruina. El gran Hotel Estación que era asaltado por los pasajeros que viajaban en los nocturnos para el norte y el sur cerrado, con sus puertas a medio caer, descascaradas y llenas de rendijas, en donde es posible ver su interior invadido por el desórden la mugre y el caos.
Mientras tanto, junto a la puerta principal de la estación, una mujercita de pelo cano, con expresión de dolor en el rostro, lucha por instalar una mesa pintadita de verde que hace las veces de mostrador para ofrecer un surtido de golosinas, mientras en un brasero, hierve una tetera con agua para alguien que quiera tomar café. Todo resulta muy triste y penoso y pronto abandono el lugar por la sala de espera y enfilo por calle Quechereguas que me resulta muy familiar.-
La estación se había convertido en un paradero de trenes, siendo el único funcionario a la vista el Movilizador de la Cabina Norte que enfrenta la Avenida Manuel Rodríguez la más importante de la ciudad. Todos los servicios habían desaparecido. Miraba a todos lados por si encontraba algo conocido. El patio de trenes con sus vías vacías, enmohecidas y yo ahí de pié en medio de uno de los andenes, recordándo nombres que fueron mis colegas, compañeros y amigos: ¿ qué será del Mono Barrera, Lizana, Aceituno, del boletero Arellano, de Spronlhe y del Jefe de Estación, el señor Nilo y de tantos otros que se esfumaron y que pasaron a formar parte del pasdo de ferrocarriles. Casi no podía creerlo. La Bodega de Carga no existía. Solo un viejo y deteriorado coche. E.S. que alguna vez perteneció al servicio de Señales, desrielado contiguo a los talleres que albergaban los autocarriles. Todo es una ruina. El gran Hotel Estación que era asaltado por los pasajeros que viajaban en los nocturnos para el norte y el sur cerrado, con sus puertas a medio caer, descascaradas y llenas de rendijas, en donde es posible ver su interior invadido por el desórden la mugre y el caos.
Mientras tanto, junto a la puerta principal de la estación, una mujercita de pelo cano, con expresión de dolor en el rostro, lucha por instalar una mesa pintadita de verde que hace las veces de mostrador para ofrecer un surtido de golosinas, mientras en un brasero, hierve una tetera con agua para alguien que quiera tomar café. Todo resulta muy triste y penoso y pronto abandono el lugar por la sala de espera y enfilo por calle Quechereguas que me resulta muy familiar.-